Por Dita

Campo de concentración de Wei hsien
Campo de concentración de Wei hsien


«Matarlo todo, quemarlo todo y saquearlo todo». Esta era la llamada «política de los tres Todos» impuesta por el gobierno japonés a su propio ejército durante la invasión de China y de Corea. Bajo este lema, los soldados japoneses emprendieron una matanza sistemática contra todo lo que encontraban a su paso, fueran hombres, mujeres, ancianos o niños, de la cual los campos de concentración fueron solo la punta del iceberg.

Durante los primeros días de septiembre de 1939, Alemania invade Polonia. El mundo occidental, siempre en su europocentrismo, ignora por completo lo que sucede en Asia, de modo que Japón invade China y Manchuria con total impunidad, dando inicio a uno de los menos conocidos -no por ello menos sangriento- genocidios del siglo XX, donde perdieron la vida casi tres millones de personas. Gran parte de las mismas, civiles inocentes, mujeres y menores de edad.             

Japón, inspirado del ideario nazi como podía estarlo la propia Alemania, pretendía demostrar la superioridad de su propia raza aria -en su caso, la nipona- y ocupar cuantos territorios les fuera posible a fin de expandirla, como el tan cacareado «espacio vital» nazi. Para ello, seguían su modus operandi para conquistar:

  • Bombardeos desde avión a las ciudades. Japón sabía que no estaba atacando objetivos militares, sino civiles. Sin embargo, lo hacía para masacrar y sembrar el pánico.
  • Asesinato sistemático de los efectivos del ejército chino. Aquellos que luchaban eran exterminados. Los que se rendían, ejecutados. Las tropas japonesas consideraban cobardes e indignos a estos últimos (y también temían posibles represalias, rebeliones… cualquier hombre que supiera usar un arma era peligroso), de manera que eran pasados a cuchillo en público para que «sirvieran de ejemplo» a la población.
  • Matanzas aleatorias entre los civiles. En las ciudades conquistadas, nadie estaba a salvo. El ejército nipón, a fin de aterrar y desmoralizar a la población, ejercía la violencia sin ningún motivo; eran frecuentes los ahorcamientos, decapitaciones o torturas, en público en todo momento. Los generales animaban a los soldados a «divertirse» con los ciudadanos chinos destripándoles a bayonetazos, haciendo concursos de tiro al blanco, contando las cabezas que los que asesinaban y violando a mujeres. Pese a la existencia de burdeles y de «mujeres de confort» (chicas secuestradas y obligadas a sufrir violaciones sistemáticas), eran frecuentes los abusos físicos a mujeres y niñas en plena calle. Es más, se consideraba casi un rito iniciático entre los soldados jóvenes, al punto que negarse a violentar a una mujer podía conllevar la muerte por traición.

Muchos prisioneros chinos y coreanos fueron llevados a los campos de concentración, eufemísticamente llamados campos de trabajo, a cultivar y hacer otro tipo de tareas para el abastecimiento del ejército nipón hasta morir de extenuación. La existencia de estos campos había sido macabra invención de los nazis, idea que fue enseguida copiada por los soviéticos como una manera rápida para aprovechar la fuerza y acabar con muchos prisioneros de forma eficaz. Japón no se quedó atrás en su utilización y, aunque el más famoso fue el de Pingfang en Manchuria -donde operaba el Escuadrón 731, del que hablamos en este mismo número-, no fue ni remotamente el único. En Changchun, Songo, Permai, Yen y hasta en Nankin, la capital, hubo similares campos de exterminio en los que se aplicaron las siniestras enseñanzas de Shiro Ishii.

No obstante, no solo nazis, japoneses y soviéticos emplearon los campos de concentración como medio para controlar a un colectivo social. También los norteamericanos hicieron uso de ellos en su propio territorio y, ¿contra quién? Contra sus propios ciudadanos japoneses.

War Relocation Camp en Poston, Arizona
War Relocation Camp en Poston, Arizona

Después del ataque japonés a Pearl Harbour, el gobierno norteamericano, encabezado por el presidente Roosevelt, entró en pánico ante la idea de que pudieran tener al enemigo metido en casa y ni siquiera sospecharlo. Su modo de protegerse fue conducir a todos los ciudadanos nipo-norteamericanos a diversos campos de concentración, a fin de tenerlos vigilados. En California, Utah, Colorado, Arkansas… y otras zonas del país fueron confinados cerca de 112.000 ciudadanos norteamericanos, privados de su libertad sin haber cometido otro crimen que el de tener orígenes japoneses.

Reducidos en viviendas prefabricadas que no reunían condiciones para soportar las contingencias climatológicas y que en ocasiones servían para dos familias o más, los habitantes de aquellos -relativamente benignos- campos de concentración tuvieron que servirse de su propio esfuerzo para poner en condiciones dignas aquellos lugares y construir escuelas, comercios, hospitales… de los que servirse, sin saber si algún día recobrarían su libertad en el supuesto país de la misma, o no. Bien es cierto que los prisioneros japoneses allí no fueron maltratados ni exterminados, pero se les prejuzgó como a criminales y se les retuvo indiscriminadamente sin ninguna posibilidad de alegaciones hasta el fin de la contienda, en 1945.

No sería hasta casi medio siglo más tarde, en 1988, que la administración Reagan reconoció estos hechos e indemnizó a cada superviviente con 20.000 $. Si os parece algo pobre, me permito recordaros que Japón, por su parte, no ha reconocido ni indemnizado en modo alguno a las víctimas de sus atrocidades de guerra jamás. Terminada la Segunda Guerra Mundial, hicieron un trato con Estados Unidos para venderles cuanto habían averiguado en lo referido a armas biotóxicas y químicas a cambio de salir impunes, y los norteamericanos se mostraron conformes, al punto que, durante varias décadas, Japón no solo quedó eximida de responsabilidades, sino que apareció como una víctima más de la guerra. Y es que la Historia no dependerá nunca tanto de la verdad histórica como de quién y cómo se cuente esa verdad histórica.