«A veces, no pertenecer al género humano constituye una pequeña fuente de orgullo personal», Hobbes el tigre, Bill Watterson. Esta es una de esas ocasiones que le dan la razón, en la que uno no puede por menos que sentir vergüenza por compartir el planeta con gente capaz de cometer actos deleznables y más aún que eso: justificarlos en nombre de la ciencia.

Campo de concentración japonés en China.
Campo de concentración japonés en China.

Es muy difícil ignorar el nombre de Joseph Mengele, el «ángel de la muerte» nazi. Sin embargo, existe otro doctor digno del mismo apodo en Japón, cuyo nombre no ha alcanzado la misma impopularidad debido -entre otras causas y todas igual de vergonzosas- a que cometió sus crímenes contra la población china y no contra la occidental, aunque no lo hizo en menor medida que Mengele. Se llamó Shirô Ishii y la crueldad de sus «experimentos» no tienen nada que envidiar a los del citado asesino nazi.

Ya antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Ishii había destacado como estudiante y como médico, llevando a cabo grandes labores en el hospital del ejército y en la Escuela médica militar de Tokio, donde impresionó a sus superiores, quienes le concedieron una beca de posgrado en la Universidad Imperial de Kyoto. A pesar de que su carácter era egoísta y exigente, era un médico demasiado prometedor para pararle los pies de algún modo. Más tarde, durante un viaje de dos años a Occidente, hizo grandes estudios en lo referido a la guerra biológica y química que ya se utilizara en la Primera Guerra Mundial. A su regreso, tanto su cargo como médico del ejército como sus extensas investigaciones (como sus propios ideales) le acercaron a los sectores más exaltados del ultranacionalismo japonés, quienes defendían la superioridad de la raza nipona frente al resto de ciudadanos asiáticos como chinos y coreanos. Aquello le granjeó la atención del mismísimo ministro de la guerra japonés, Sadao Araki, quien se convirtió en su mecenas y protector.

Con su ayuda, Ishii comenzó sus experimentos en guerra biotóxica y química, que incluirían experimentos en seres humanos. Con la connivencia más o menos velada del emperador Yasuhito Chichibu, quien asistió a varias de sus vivisecciones, se autorizó la formación de un enorme complejo de investigación que cubría más de 6 kilómetros cuadrados de terreno y se componía de más de 150 edificios en las afueras de la ciudad de Harbin, en China, donde fueron destinados el propio Ishii y su batallón de médicos del ejército, junto a los soldados necesarios. Había nacido el batallón de experimentación e investigación en humanos que alimentaría las pesadillas de los orientales durante más de medio siglo. El escuadrón 731.

Durante casi una década -desde 1936 a 1945- en el citado complejo se realizaron todo tipo de experimentos sobre seres humanos vivos, prisioneros chinos capturados o secuestrados, incluyendo mujeres y niños, algunos de ellos bebés. Entre otros, eran habituales las intoxicaciones con venenos, enfermedades y agentes químicos, seguidos por la vivisección (disección del cuerpo vivo) del prisionero, para comprobar los efectos del patógeno en el organismo. Si esto os parece cruel, dejadme que os diga que se hacía a lo vivo. Sin anestesia. Los «doctores» consideraban que la aplicación del anestésico podía contaminar los resultados del análisis, a la par que era un gasto innecesario puesto que los sujetos estaban atados y no se esperaba de ellos que viviesen a más de una «investigación».

No obstante, aquella no fue la única observación llevaba a cabo por el escuadrón. También usaron a hombres (chinos y coreanos en su mayoría, aunque también prisioneros rusos), mujeres, niños y aún lactantes para realizar amputaciones en vivo a fin de estudiar la pérdida de sangre, para congelarles los miembros hasta la gangrena y ver los efectos, para extirparles los órganos y comprobar el tiempo de supervivencia, como blancos humanos para probar munición real como granadas o lanzallamas y un largo etcétera de atrocidades. Para el final de la guerra, se estimó que Ishii y su escuadrón pudieron haber acabado con la vida de casi medio millón de personas inocentes. Personas que fueron capturadas como soldados y que también fueron simplemente secuestrados de sus aldeas, torturados, asesinados y -en el caso de las mujeres- embarazadas a la fuerza mediante violaciones perpetradas por los propios médicos para experimentar también con recién nacidos. Sin embargo, se ignora la cifra exacta de «troncos» utilizados, nombre que Ishii y los suyos daban a sus víctimas, que surgió del doble fin de despersonalizar a las víctimas como de respaldar la versión oficial ofrecida al gobierno local: que el enorme complejo era un simple aserradero.

Shirô Ishii
Shirô Ishii

Cuando llegó la rendición de Japón, igual que hicieran los nazis, los japoneses trataron de destruir todo lo que pudiera inculparles, por lo que desmantelaron el complejo y asesinaron a los 150 prisioneros que tenían en aquel momento. A la hora de los juicios, con Ishii y la práctica totalidad del escuadrón en manos de los Aliados, Rusia exigió la pena máxima para ellos. Hubiera sido lo más lógico, ¿verdad? En una película, sí.

En la realidad, Estados Unidos negoció con Ishii el indulto a cambio de los informes médicos conseguidos por el Escuadrón. El general podía presumir de honor, sí, pero tiempo le faltó para pactar con el enemigo para salvar el pellejo. El Dr. Edwin Hill, jefe de la división militar, reportó que los datos médicos eran «absolutamente inestimables y obtenidos a muy bajo coste», de modo que Ishii quedó exonerado de toda responsabilidad, jamás fue juzgado por crímenes de guerra y murió tranquilamente en su casa a los 67 años, víctima de un cáncer de garganta. Eso que sentís en las tripas no es que haya sentado mal la cena, no. Se llama «vergüenza ajena» y es un síntoma claro de tener empatía. Admitamos, desde luego que los «experimentos» llevados a cabo por Ishii han sido de gran ayuda para la Medicina, pero detrás de esos avances estaba el sufrimiento de muchas personas, muchas familias que nunca volvieron a saber de los suyos y por quienes Japón -en su papel de «gran damnificada» tras las dos bombas atómicas- jamás ha pedido perdón, y no fue hasta el año 2002 que se dignó a reconocer la existencia del Escuadrón. Sirva como ejemplo para recordar que la ciencia, sin ética, no es más que otra forma de barbarie.