Toda película que trate -en mayor o menor medida- de la guerra o que tenga esta como telón de fondo, sabemos que tiende a ser lacrimógena, que será dura o que probablemente deje mal cuerpo. «La tumba de las luciérnagas» es todo eso y mucho más. Es la cinta bélica más dolorosa a la par que tierna que se puede encontrar. Si se pudiera convertir un bofetón en poesía, el resultado sería esta cinta. La mejor película que no volveré a ver nunca.

Nos encontramos ante una cinta cuyo desenlace conocemos desde el principio, pues es el protagonista quien nos cuenta, en espíritu, cómo murió malnutrido, desamparado y solo. Lo que de por sí ya es duro, aunque mucho más si quien te lo dice es un muchacho como de unos trece años.

La narración nos lleva al verano de 1945, en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial en Japón. Los bombardeos son frecuentes, la gente vive con miedo, las bajas son numerosas y los recursos cada vez más escasos y racionados. En uno de aquellos bombardeos, el joven Seita y la pequeña Setsuko, de apenas cuatro años, pierden a su madre. Sin ella, y con su padre luchando en el frente, en paradero desconocido, los dos niños quedarán desprotegidos en un mundo en guerra que les demuestra una y otra vez que no hay sitios para ellos dos en él. Seita y su hermana se verán obligado a convivir con su tía, mujer arisca y desagradable que sacará provecho de las raciones de arroz que les corresponden primero y les hará ver que son un estorbo después. Cuando su primera indiferencia se troque cada vez más en desprecio, Seita y su hermanita no esperarán a que llegue el maltrato, sino que tomarán la determinación de abandonar la casa. Pese a ser consciente de que no tienen ningún sitio a donde ir ni forma de subsistir, su pariente no mostrará el menor remordimiento por ello. Seita tendrá entonces que robar y rapiñar cuanto pueda para intentar mantener a su hermana y a sí mismo.


A través de la bellísima narración, de los personajes y de las situaciones, contemplamos a dos niños refugiándose cada vez más en su pequeño mundo privado, en un intento de protegerse frente a los adultos, de quienes sólo pueden esperar indiferencia, mezquindad o maldad, pero jamás un poco de ayuda. Desgraciadamente, el mundo que les rodea no se encuentra en un momento generoso o simplemente seguro, sino en una de sus ocasiones más ruines y crueles, de modo que les irá despojando cada vez de más cosas y consumiéndoles lenta, dolorosamente, hasta un desenlace no por esperado menos demoledor.

Basada en la novela homónima de Akiguki Nosaka, «La tumba de las luciérnagas» ya había coqueteado con la idea de la adaptación cinematográfica, aunque ni al autor, ni al director de la cinta, Isao Takahata les seducía el tratamiento en imagen real. Según el director, sería casi imposible encontrar a niños actores que tuvieran la calidad actoral que exigiría la cinta, que se identificaran con los personajes teniendo tan corta edad, por no mencionar que las escenas de bombardeos, ciudades y pueblos arrasados, serían muy costosas. Decidieron entonces usar el medio animado pese a que sería la primera vez que Takahata utilizaba esa forma de expresión. Más tarde, el propio Nosaka admitiría que, a la vista del resultado, no podía pensar en otro medio de plasmar su historia que no fuese la animación. A pesar de ello, «La tumba de las luciérnagas» ha visto ya dos remakes a imagen real, si bien ninguno ha alcanzado la fama de su predecesora.



Estrenada -con moderado éxito- en Japón en 1988, no llegó a occidente hasta más de un lustro largo más tarde, en el Festival de Cine de Chicago de 1994. El motivo de este retraso no fue otro que el prejuicio: en aquel entonces, en el mercado occidental se consideraba que los dibujos animados eran un medio destinado únicamente al público infantil. Se temía que una cinta tan adulta y dura no encontrase eco entre los espectadores. Sin embargo, la crítica se enamoró de ella y arrancó tantas lágrimas como aplausos. Los críticos la equipararon a cintas como «La lista de Schindler», aseguraron que era la película más profundamente humana y antibelicista que jamás se había realizado (lo es), y empezó a conquistar premio, entre ellos el de Mejor Película del Festival de Chicago y el Premio especial de los Derechos del Niño, entre otros. «La tumba de las luciérnagas» se convirtió pronto en una cinta de culto. Era habitual que los cines la exhibieran en sesión doble junto a «Mi vecino Totoro», a fin de mostrar lo que se llamaba «la cara y la cruz de la animación»: por un lado, una película adulta, cruda, desoladora; por otro una cinta infantil marcadamente alegre, cargada de magia y amabilidad. De hecho, en Japón se estrenó de esta manera, pero mientras que «Mi vecino Totoro» tuvo una grandísima aceptación y llegó a convertirse en la icónica mascota de la productora Ghibli como la silueta de Elliot y ET sobre la luna es la de Amblin Entertainment, «La tumba de las luciérnagas» no gustó tanto al público japonés precisamente por lo depresivo de su argumento y no fue hasta su masiva aceptación occidental que gozó del prestigio que se merece.


Hoy día, «La tumba de las luciérnagas» es una película admirada, una joya de la animación que es preciso ver al menos una vez y no más de una vez. Una película que hace llorar y pensar, ser conscientes del dolor de unos niños en un mundo que les falló, al que sólo pedían crecer en paz, y que no les dio ni eso. Que nos enseña que debemos gozar de lo bueno que podamos encontrar, disfrutar de los buenos momentos tanto como podamos antes de hacernos la misma estéril pregunta que se hace la pequeña Setsuko: «¿por qué las luciérnagas se mueren tan deprisa?»