El que no hablaba inglés

La canción de amor americana dedicada a los más ridículos clichés de la casta guerrera japonesa es una obra maestra del humor involuntario que dibujó una caricatura tragicómica en el lugar donde se dio uno de los episodios más interesantes del Japón pre-moderno, vendiendo la moto sobre la pérdida de unos valores que nunca existieron y logrando así un producto tan entretenido como descarrilado. 

Tu imagínate que a un director de cine japonés se le ocurre hacer una peli sobre la guerra civil española. Concretamente sobre las Brigadas Internacionales. Pero como a los japoneses les da lo mismo ocho que ochenta todo lo relacionado con lo extranjero, se ponen creativos con la historia y deciden contar que fue el Partido Comunista Japonés el responsable de reclutar las mismas. Total, para la audiencia japonesa seguro que la cosa no tiene interés si no hay un representante patrio en pantalla. Pero claro, si la acción se tiene que llevar a cabo en España, hay que tirar de todos los folclorismos posibles de la marca España: Si hay que poner a las milicias vestidas de Quijotes y trajes de luces cabalgando a lomos de toros bravos, se hace y punto. Que conste: yo iría a verla por las risas. Con seguridad, no lo pasaré peor que aguantando el despropósito protagonizado por Tom Cruise.

The Last Samurai
Cartel promocional de la película «El último samurái»

            Sinopsis de la peli para despistados: La Restauración Meiji fue hace dos telediarios. El nuevo gobierno necesita modernizar Japón a toda hostia y la misión de entrenar a un ejército imperial en pañales cae en el capitán americano Nathan Algren. Su primer obstáculo es la rebelión de un samurái obstinado y contrario al progreso. Tras una primera operación fallida, es capturado por el carismático Morigutsu Katsumoto, señor feudal y embajador cultural de un Japón agonizante. Entre bellas montañas, arrozales y un exquisito trato digno de la Convención de Ginebra, el rehén acaba sufriendo un caso severo de fiebre amarilla y síndrome de Estocolmo y Stendhal. Aún sabiéndola imposible, se convierte a la causa del Matsumoto, respondiendo a las malvadas balas imperiales con honorables flechas y espadas en un acto desesperado de suicidio colectivo.  

El verdadero último samurái

Katsumoto, el personaje interpretado por Ken Watanabe, era una adaptación muy libre inspirada en Saigo Takamori. En la gran pantalla es un purista cursi y un abnegado guerrero, que se niega a usar armas de fuego y la lía parda con tal de frenar la inminente modernización del país. A la vez, domina la lengua de Shakespeare y afirma sin despeinarse que moriría si su emperador así se lo pidiese. Fidelidad extrema que provocaría las carcajadas entre sus contemporáneos de la vida real. Lo cierto es que para la casta guerrera que hasta ese momento dominaba Japón, el emperador era una figura que en la práctica se tomaban un poco a pitorreo. Takamori fue una figura clave en el éxito de la restauración Meiji, cuando una facción samurái decidió hacerle una opa hostil al shōgun Tokugawa, pensando que iban a poder utilizar al aún imberbe emperador como a una marioneta.  

Saigo Takamori con uniforme francés


            De esta forma, ese señor que en la gran pantalla sale lloriqueando por el honor de rechazar las armas de fuego y preservar el Japón bueno, el auténtico, el fetén, era en realidad un entusiasta reformista sólo para lo que le convenía. Tenía una posición destacada como burócrata de alto rango del nuevo gobierno y no dejaba de dar la turra con modernizar el armamento del ejército (dicho sea de paso, los samuráis ya llevaban 300 años usando armas de fuego). Era más probable verlo engalanado al estilo de un soldado francés que luciendo el casco de Darth Vader. Si acaso, la parte que no le gustaba de la modernización del país tenía que ver con la de renunciar a sus privilegios de clase o la apertura comercial a Occidente si ello no era del todo favorable a los intereses japoneses, cosa bastante comprensible por otra parte.  

            Un conflicto político con muchos matices que en la gran pantalla queda reducido a «malvados modernizadores con pipas y cañones» vs. «honorables adoradores tradicionales de Amaterasu con flechas y espadas». Todo sea por lograr escenas con guardias imperiales armados con rifles haciendo alarde de la legendaria puntería de un stormtrooper, contra la superioridad moral de los samuráis arqueros que donde ponen el ojo, ponen la bala flecha, así sea lloviendo plomo. Aceptamos barco por la necesidad de crear una narrativa entretenida y con determinada estética, pero lo cierto es que los rebeldes de verdad iban armados hasta los dientes con cañones, morteros y miles de rifles de fabricación rusa e inglesa.  

Soldado japonés del período Meiji

            Esto no quita que la influencia histórica de su figura sea inmensa. La restauración Meiji no habría sido posible sin él y por mucho que aquello fuera un «quítate tú para ponerme yo», el progreso industrial y social del país no habría sido igual si se hubieran mantenido las mismas estructuras sociales bajo el mando del shōgun. Su rebelión al nuevo gobierno no era tanto un asunto de mantenimiento de las tradiciones sino una protesta por el declive del status de los samuráis. Él sabía perfectamente que las reformas eran necesarias y por algo fue la figura central en el golpe de estado contra la dictadura militar. Pero él no había vencido las tropas del shōgun para que luego el emperador Meiji le pagase con la moneda de desnudar su casta. No todos los samuráis tenían enchufe de lujo para reciclarse en posiciones destacadas del nuevo gobierno. 

            A pesar de su inevitable derrota, ni el gobierno imperial ni el público general olvidó sus contribuciones a la sociedad japonesa. Si ya en vida había sido un personaje altamente popular, su trágica derrota lo convirtió en leyenda. No habían pasado demasiados años tras su muerte cuando el emperador le otorgó un indulto póstumo para rehabilitar su figura pública y elevarlo al Olimpo de los ideales samurái. 

El verdadero ilustre asesor extranjero

Ese tampoco hablaba inglés. 

Naturalmente, no podemos dejar de lado al gran protagonista americano, ese trágico, alcoholizado y traumatizado buen hombre que se reconcilia con la humanidad y se transforma en más samurái que nadie en tiempo récord. Pues su contraparte real ni confraternizaba con Takamori (ni mucho menos se metía en la alcoba con la hermana del samurái) ni era americano. Era francés. Su aventura japonesa transcurre casi paralela a Saigo y empieza un poco antes de la restauración Meiji.  

Jules Brunet

            Contexto: La apertura de fronteras que los americanos han forzado sobre Japón ha puesto de manifiesto la debilidad del país en el tablero internacional, uno de los motivos que llevan al descontento entre muchos samuráis que a la postre desembocaría en dicha restauración. El Imperio Británico tiene una buena cantidad de carne en el asador como principal promotor encubierto de la facción imperialista, a sabiendas de la influencia que ganará como paladín en la sombra de la modernización japonesa. Al Imperio Francés no le hace la más mínima gracia y se propone meter todos los palos posibles en las ruedas de La Pérfida Albión. Napoleón III asigna al oficial del ejército francés Jules Brunet la misión de encabezar una delegación de asesores militares para asistir al debilitado shōgun con la modernización de sus tropas. Lamentablemente, el timing de su causa no es del todo afortunado ya que tan sólo un año después, la restauración Meiji les estalla en la cara. 

            Para ser justos, habría que decir que, aunque los eventos representados en la gran pantalla son más falsos que un billete de 30 euros, el entusiasmo que Tom Cruise muestra por la cultura japonesa es más o menos representativo en espíritu del empeño con el que Brunet se entrega a su misión. Los estrechos vínculos que el carismático francés y su cuadrilla forjaron con sus estudiantes samurái hicieron que Brunet y algunos de sus acompañantes se quedasen a luchar con ellos codo con codo contra la facción imperialista. Su papel en la Guerra Boshin fue más que activo, a pesar de que Francia reclamaba su vuelta para escenificar su neutralidad, visto el giro de los acontecimientos. Lejos de verse amilanado por la derrota, hace una retirada estratégica hasta Hokkaido donde proclaman la efímera República de Ezo mientras piden refuerzos que Francia no está en condiciones políticas ni logísticas de otorgar. La caída del último bastión franco-nipón definirá el verdadero inicio de la nueva era en la historia japonesa.  

            El desliz diplomático que suponen las acciones de Brunet le valen una reprimenda de vuelta en casa de cara a la galería, con el que las autoridades francesas dieron por zanjado el asunto, negándose a extraditar a su díscolo oficial argumentando que la autoridad competente independiente ya se hacía cargo del asunto. Brunet siguió su carrera militar en Francia como si nada. Sorprendentemente, al cabo de unos años su figura sería reconocida oficialmente en Japón, llegando incluso a ser distinguido con los elevadísimos honores de la Orden del Tesoro Sagrado y la Orden del Sol Naciente por sus contribuciones a la nación. Recapitulemos: No sólo se fue de rositas tras montar una señora revolución contra el emperador, sino que recibe el perdón oficial y dos de las condecoraciones más elevadas del imperio.  

            Ahora pregúntate qué necesidad había de cambiarle la más mínima coma a este personaje.