A estas alturas de la pelĆ­cula (y nunca mejor dicho), no hay paĆ­s en el mundo al que no haya llegado la magia de las imĆ”genes en movimiento, tambiĆ©n llamada «cine», y las dos Coreas no son una excepción. En su cine se han tratado con frecuencia acontecimientos históricos del momento en que se encontraban, como la Guerra de Corea o la separación ambas partes del paĆ­s, pero, ¿cómo comenzó la historia?, ¿cómo fueron los primeros centĆ­metros de celuloide entre las hipotĆ©ticas bobinas de la historia del cine en la lejana Corea? Hoy vamos a verlo.

     Para conocerlo, debemos remontarnos mĆ”s de cien aƱos en el pasado, a la ciudad de SeĆŗl, donde, en 1898, en una modesta barraca, se proyectaron diversas pelĆ­culas y cortometrajes de la productora francesa PathĆ©, la que era en aquĆ©l entonces la distribuidora mĆ”s importante del mundo. Los ciudadanos de Corea, que nunca habĆ­a visto nada igual y conocĆ­an sólo de oĆ­das el invento, se quedaron maravillados con la novedad, y enseguida quisieron crear y producir sus propias pelĆ­culas, ademĆ”s de tener locales adecuados para exhibirlas. AsĆ­, en 1903, se abrió la primera sala de cine, la Dongdaemun Motion Picture Studio, y en 1919 se estrenó la primera cinta coreana, Loyal Revenge.

     En un principio, los cines estaban operados por japoneses, quienes vigilaban y decidĆ­an todo lo que se exhibĆ­a. La mayorĆ­a de pelĆ­culas proyectadas eran europeas o norteamericanas y, para facilitar la comprensión de las mismas, se hizo popular la figura del byeonsa o narrador, quien a la vez leĆ­a -traducidos- los tĆ­tulos que en ocasiones aparecĆ­an sobreimpresionados para explicar algo o hacer algĆŗn diĆ”logo, que daba explicaciones adicionales relativas a la escena en cuestión (no hay que olvidar que se trataba del primer contacto a gran escala entre dos culturas muy diferentes; pensemos si nuestra abuelita entenderĆ­a hoy dĆ­a alguna rutina de la vida japonesa, por ejemplo). Los narradores o byeonsas no sólo se convirtieron pronto en estrellas gracias a su voz y a la personalidad que daban a las pelĆ­culas, sino tambiĆ©n en adalides de la rebelión mĆ”s o menos velada contra los opresores japoneses, puesto que aprovechaban su situación para colar mensajes durante la proyección. Prueba de esto fue el caso de Ben-Hur, la producción norteamericana de 1927; en ella, los censores no encontraron nada reprobable, pero los narradores aseguraron que la represión que sufrĆ­a en la cinta el pueblo judĆ­o era similar a la que en aquĆ©l momento vivĆ­an los coreanos. Este tipo de incidentes provocaron que la censura japonesa se hiciese aĆŗn mĆ”s radical, al punto de prohibir la producción de cine en toda Corea; ante esta medida, muchos directores decidieron exiliarse a lugares como China, donde podĆ­an crear sin limitaciones y a finales de los aƱos 20 se filmaron mĆ”s de setenta cintas mudas para Corea, una cifra increĆ­ble para la Ć©poca.

     Japón, por su parte, decidió acabar de tajo con la sedición. ¿Que se pueden aderezar con mensajes rebeldes las producciones extranjeras y coreanas? ¡Pues nos cargamos todas las pelĆ­culas extranjeras y coreanas! Los narradores desaparecieron y Japón llenó las salas de pelĆ­culas insufribles en las que pretendĆ­an exaltar en Corea los usos y costumbres niponas y convencerles de que ellos y los japoneses, en realidad eran hermanos, se querĆ­an mucho y se llevaban muy bien. Como podĆ©is suponer, no coló.

     En 1945 se produjo el armisticio y la liberación de Corea, lo que dio lugar a muchas pelĆ­culas exaltando la libertad y tratando de diversas maneras el excepcional acontecimiento histórico, siendo «¡Viva la libertad!», de In-Kyu Chi, la cinta mĆ”s representativa de este perĆ­odo. Con la libertad de ideas, regresó la apertura de puertas a las cintas extranjeras, pero el nuevo gobierno coreano, celoso por conservar sus ideales, su identidad y, sobre todo, su industria, tomó enseguida medidas proteccionistas para con su producción cinematogrĆ”fica. Desde los aƱos cuarenta hasta hoy, los cines de Corea sólo pueden exhibir pelĆ­culas extranjeras durante un determinado nĆŗmero de dĆ­as, y siempre y cuando hayan cumplido la cuota de cine coreano en cartel. Desgraciadamente, toda medida proteccionista implica siempre control y, cuando hablamos de control de gobierno, queremos decir censura.  
   
     Durante la dĆ©cada de los sesenta y setenta, la diferencia entre las dos Coreas empezó a hacerse patente y el gobierno surcoreano aplicó medidas restrictivas que prohibĆ­an pelĆ­culas en las que se hiciese la menor apologĆ­a del comunismo, de su economĆ­a, de sus ideales o del rĆ©gimen de Corea del Norte. Se crearon las temidas listas negras y actores y directores, sospechosos de apoyar el citado rĆ©gimen, fueron arrestados y desaparecidos, salvo aquellos que tuvieron el buen juicio de desaparecerse ellos primero. El pĆŗblico surcoreano, harto de ver sólo los argumentos que el gobierno toleraba, como dos dĆ©cadas atrĆ”s sólo habĆ­an podido ver lo que el opresor japonĆ©s dictaba, abandonó las salas de cine en pro de un nuevo entretenimiento: la televisión. Para finales de los setenta, los espectadores no llegaban ni a 70.000 en todo el paĆ­s.

     En los aƱos ochenta, con el asesinato del presidente Park Chung-Hee, el golpe militar y la posterior restauración, se volvió ligeramente a una nueva apertura de ideas que comenzarĆ­a a dar sus frutos a finales de la dĆ©cada. Hoy dĆ­a, aunque las medidas proteccionistas se sigan aplicando en la exhibición en salas, la censura ya es casi inexistente, y los argumentos atraen a los cines a un nĆŗmero cada vez mayor de espectadores, a la vez que la presencia de cintas surcoreanas en los festivales es tambiĆ©n cada vez mĆ”s notoria, como la celebrada PietĆ”, de Kim Ki-Duk, que ganó el prestigioso León de Oro en el Festival de cine de Venecia en 2012.

     Desgraciadamente, Corea del Norte no ha pasado (al menos de momento), por ese necesario proceso de apertura. Cerrados en rĆ©gimen, los norcoreanos producen unas sesenta pelĆ­culas al aƱo, todas ellas para exaltar el comunismo, el patrioterismo mĆ”s exacerbado y la salvaje devoción a su lĆ­der. Meros panfletos audiovisuales de propaganda polĆ­tica, no son dignas de consideración salvo para una cosa: para tener siempre presente que el cine y el poder polĆ­tico, han de estar lo mĆ”s lejos posible el uno del otro.

«(Le tengo miedo) hasta el mismĆ­simo tuĆ©tano. Ese matarĆ­a a cualquiera que intentase estafarle un puƱado de dinero que no sirviese para mantenerle ni dos dĆ­as». Si no coges esta frase, tienes que ver mĆ”s cine.