Cada país, cada cultura, posee sus propias
tradiciones, su propia gastronomía y hasta su propia manera de asustar a los
niños para que sean obedientes y se acuesten temprano. Igual que en España
tenemos a la Santa Compaña o en Sudamérica a la Llorona, en Corea tienen su
propio folklore terrorífico, y hoy vamos a descubrirlo.
Dentro del terror coreano, los personajes
sobrenaturales más famosos son los fantasmas o espíritus, aquí llamados gwishin. Como en la cultura occidental,
se trata de almas en pena que, por una u otra razón -generalmente traiciones de
seres queridos o asuntos pendientes-, no realizan la transición correctamente y
se quedan varados entre este mundo y el siguiente. Aunque la mayoría son de
carácter inofensivo, algunos se dejan arrastrar por la ira y es preciso
evitarlos.
Uno de los más famosos espíritus de la
mitología coreana es Gumiho, la zorra
de nueve colas. Un gumiho es el
espíritu de una hembra de zorro que, según cuenta la leyenda, se enamoró de un
humano. La zorra pidió permiso a la Madre de su manada para irse con él, y ella
se lo concedió, pero con una condición: su marido debía serle fiel siempre, de
lo contrario el matrimonio se rompería. La Madre, buena conocedora de la
inconstancia de los hombres humanos, confiaba así en tener pronto de vuelta con
ella a su hija y, en efecto, apenas tres años después de la boda, la joven
esposa encontró a su marido en el lecho nupcial con otra mujer.
Enloquecida de dolor y rabia, mató a su
marido y se comió su corazón y su hígado. Desde entonces, se dice que el
espíritu de Gumiho vaga por los
bosques y busca a hombres que presuman de sus infidelidades. Para atraerles,
toma la forma de una bella mujer, los seduce y se interna con ellos en el
bosque, bajo la promesa de un encuentro físico. Pero apenas ha logrado alejar a
su víctima lo suficiente de las zonas habitadas, toma de nuevo su forma animal
y devora el corazón del inconstante. Como vemos, se trata de una historia que
guarda paralelismos con otras de la mitología nipona o incluso latina; en todas
las culturas, la infidelidad está mal vista.
Otro fantasma muy popular y del cual
podemos encontrar similitudes en nuestra cultura, es el Mul Gwishin. Este representa a las personas que han tenido la
desgracia de perecer ahogadas y cuyo cuerpo no ha sido nunca recuperado. La
leyenda cuenta que, si pasas nadando sobre uno de ellos, se agarrará a tu pie y
te arrastrará hacia el fondo para que le hagas compañía pasando la Eternidad a
su lado; al no haber recibido sepultura religiosa, no pueden dejar este mundo,
y a nadie le gusta yacer solo. En la cultura cristiana era habitual que los
curas bendijeran a los pescadores y que estos llevasen consigo símbolos
religiosos por los mismos motivos: el perecer ahogado implicaba que tu familia
no podía enterrar tu cuerpo ni darte los sacramentos, y ello podía hacer que tu
alma quedase en el mar, errante para siempre. Vemos algo similar en las
leyendas de fuegos fatuos, si bien estas criaturas eran más comunes en los
bosques, pero también podían darse en los mares o ríos donde alguien se hubiera
ahogado. Mientras las aguas no fueran benditas, se suponía que el alma del
ahogado vagaba por allí buscando compañía, o un alma que intercambiar por la
suya.
Dentro de los fantasmas, pero ya en el
terreno de la superstición y la leyenda urbana, también encontramos la historia
de Tinta Roja. En Corea se dice que trae mala suerte escribir el nombre de
alguien con tinta de este color, que puede ocasionarle enfermedades,
indiferencia de sus seres queridos, mala suerte en el trabajo, e incluso la
muerte. Por qué. Porque en Corea, en los documentos oficiales, el nombre de los
fallecidos se escribe con tinta roja. Y cuenta la historia que, a
mediados-finales del siglo pasado, en un instituto existía una maestra muy
bella, pero de muy mal corazón. Le gustaba humillar a sus alumnos, insultarlos,
maltratarlos y reírse de ellos. Uno de sus discípulos estaba locamente
enamorado de ella, y la mujer, conocedora de este hecho, se reía de él más que
de ninguno, le puntuaba con mayor rigor y le humillaba por las bajas notas que
ella misma le imponía.
Un día el joven no aguantó más sus
desdenes y se suicidó. La cruel maestra dijo alegrarse de contar con un
ignorante menos en sus clases y que ojalá siguieran su ejemplo más estudiantes.
Con una sonrisa de triunfo, tachó con dos líneas rojas el nombre del fallecido.
Pocos días después, la maestra hubo de
quedarse trabajando hasta tarde y, al abandonar la sala, vio a un joven de
espaldas al final del pasillo. Intrigada, pues no era normal la presencia de
ningún estudiante a esas horas, le increpó con su mala educación habitual.
Cuando el joven se volvió, vio que se trataba de su admirador, y que tenía dos
horribles cortes sangrantes en la cara, iguales a los trazos rojos con los que
ella había tachado su nombre.
A la mañana siguiente, encontraron a la
profesora en estado catatónico y hubo de ser internada durante el resto de su
vida. Pero aún en el hospital, tuvieron que mantenerla siempre lejos de los espejos
y las superficies reflectantes, porque el mirar su rostro le producía ataques
de histeria. No era para menos, y nadie comprendió nunca por qué una mujer tan
hermosa se había hecho a sí misma aquellos dos horribles cortes que le
atravesaban de lado a lado la cara.
Y por último llegamos al dokkaebi, aunque los dokkaebi no son exactamente fantasmas,
sino presencias espirituales, pequeños demonios que se alojan en las cosas que
dejamos largo tiempo sin usar, como el ventilador durante el invierno o los
útiles escolares durante el verano. El dokkaebi
no es de carácter maligno y es representado como un enano con un cuerno en la
cabeza. Para informar al dokkaebi de
que debe dejar su casa, debemos hablar en voz alta del nuevo uso que vamos a
dar al objeto que volveremos a utilizar y limpiarlo bien; así el pequeño
demonio entenderá que debe abandonar ese lugar y no lo asustaremos (¿a vosotros
os gustaría estar durmiendo la siesta en un ventilador y que alguien lo
conectase de golpe?). Para llevarnos bien con él, también podemos decir, de
pasada, qué otro objeto vamos a dejar de usar (la estufa, el abrigo gordo…),
para que pueda hacerlo su hogar.
Los dokkaebi
suelen coger cariño a la persona que los trata bien, y proteger la casa contra
otras presencias más amenazantes. Por el contrario, si les maltratan, no sólo
pueden hacer que las cosas se pierdan, se caigan o se rompan, también pueden
avisar a otros demonios mayores de nuestra presencia.
Y hasta aquí, llegamos con el terror
coreano. Aprovecho la ocasión para despedirme con otra frase de terror muy
clásica: «Buenas noches a todos, seáis lo que seáis».
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