Taro Yamada se encuentra sentado en su entrevista de trabajo. Su potencial empleador, una conocida multinacional japonesa, tras repasar los datos de rigor de su curriculum, empieza a preguntarle sobre sus antecedentes familiares y lugar de procedencia. El padre de su novia de toda la vida le hizo estas mismas preguntas hace tres semanas. Su candidatura al puesto de trabajo ha sido rechazada y no ha vuelto a ver a su novia. Estas preguntas son habituales en Osaka, y Yamada san sabe cuƔl es el motivo. Es el mismo que por poco le impide acceder a estudios bƔsicos y secundarios. Ni hablar de que los estudios superiores fueron una odisea.
Para Yamada, la esperanza de convertirse en un japonĆ©s normal ha terminado. Se pregunta si no deberĆa dedicarse a lo que se dedican tantos de los suyos. No es que Yamada no sea japonĆ©s: sus padres son japoneses, todos sus abuelos son japoneses, su Ć”rbol genealógico se pierde en los orĆgenes de la historia de Japón. Ese no es el problema. El problema es que cualquiera que consulte los exhaustivos registro oficiales de familias puede saber que ademĆ”s de japoneses, todos los antepasados de Yamada eran parias: eran buraku.
En una variante de esta historia, Yamada consigue el empleo y casarse con su novia. Sin embargo hay poco margen para el optimismo: su pareja y posible descendencia habrĆan sido contaminados por su condición de buraku y su rutina diaria de trabajo consistirĆa en soportar el acoso de sus compaƱeros y un sueldo miserable. En Tokyo es posible que haya quien no entienda lo que estĆ” pasando, pero esto es Osaka. TambiĆ©n podrĆa suceder en Hiroshima o en Kyoto. Es el aƱo 2014. Y esta historia lleva repitiĆ©ndose desde hace mĆ”s de 10 siglos.
Buraku. Tras una rĆ”pida bĆŗsqueda, a primera vista no parece que el tĆ©rmino lleve connotaciones negativas. Buraku (éØč½) puede ser una pequeƱa aldea o caserĆo, siendo los burakumin los habitantes de la misma. Eso son los buraku: aldeanos. Ćste es el eufemismo japonĆ©s para referirse a los parias. En realidad, el tĆ©rmino es la designación oficial que el gobierno adoptó tras la restauración Meiji en su bĆŗsqueda de una denominación neutral y exenta de discriminación. De poco ha servido. Nos toca entonces retroceder mĆ”s en el tiempo para entender mejor lo que estĆ” sucediendo. Concretamente, al siglo IV, con la llegada del budismo a Japón y su influencia en el shinto. Y es que el budismo tiene una concepción muy particular de la materia muerta: estĆ” maldita. Y todo el que tenga que ver con ella, estĆ” maldito tambiĆ©n. Y no es una maldición cualquiera, Ć©sta se transmite de generación en generación sin que uno pueda hacer nada para librarse de ella. He aquĆ el meollo del asunto: aquellos cuyos antepasados ejercĆan oficios relacionados con la muerte de personas o animales son hoy tan indeseables como lo fueron aquellos en ese entonces. La mera proximidad de un buraku es suficiente para transmitir impureza espiritual.
El sistema de castas feudal selló para siempre el destino de los buraku, a quienes se les llamaba despectivamente eta: literalmente suciedad, contaminación. La vestimenta y los oficios quedaron claramente designados, asĆ como la imposibilidad de matrimonios entre castas. No habĆa escapatoria para aquellos relegados a lo mĆ”s bajo de la escala social. Quien nacĆa eta, morĆa eta. Suyo era el monopolio de los oficios considerados sucios y degradantes, tales como la carnicerĆa, el tratamiento de pieles, la ejecución de torturas y penas de muerte o la preparación de cadĆ”veres y su entierro. Ocupaciones necesarias para la sociedad, pero necesariamente invisibles para la gente de bien. Tan invisibles que hasta sus asentamientos tenĆan que estar lo mĆ”s apartado posible, incluso aunque se tratase de lugares insalubres. Sólo existĆa una casta peor situada que la suya, los hinin, que significaba 'no persona', gente que literalmente no era considerada ni siquiera como seres humanos. SolĆa estar compuesta por criminales, exconvictos o samurais caĆdos en desgracia que habĆan elegido no suicidarse. Pero a diferencia de los eta, Ć©stos podĆan volver a ser miembros de la sociedad gracias a favores o comprĆ”ndolo con dinero.
La Restauración Meiji se propuso acabar con esto. Una vez abolido el sistema de castas, el paso siguiente fue decretar el Edicto de Abolición de las Clases Innobles. Sin embargo, lejos de mejorar la situación de los ahora llamados 'aldeanos', el decreto generó mĆŗltiples protestas entre los sectores rurales y los mĆ”s conservadores, provocando a su vez violentos ataques contra la población buraku. Muchos buraku intentaron en vano dejar atrĆ”s los oficios a los que estaban condenados. La ley habĆa cambiado, no asĆ la sociedad. Los siguientes aƱos de modernización no hicieron mĆ”s que acentuar las diferencias. Sin acceso a oficios normales ni educación -hasta hace relativamente pocos aƱos, muchas escuelas y universidades seguĆan impidiendo abiertamente el acceso a los burakumin-, los ghettos buraku se convirtieron paulatinamente en focos de desempleo y delincuencia, caldo de cultivo para el crimen organizado. Se calcula que hasta la mitad de los yakuza podrĆan ser burakumin. Esto contribuye a perpetuar los estereotipos que alentan la discriminación contra los buraku: gente ignorante, violenta y problemĆ”tica. Que la sociedad no les haya dado la oportunidad de ser otra cosa es lo de menos.
Hoy en dĆa, el tema sigue siendo controvertido y abordarlo en una sociedad tan supersticiosa como la japonesa es complejo. La mayorĆa de estudios al respecto han sido realizados por extranjeros y aunque legalmente desde 1976 no estĆ” permitida la revisión de registros familiares con fines discriminatorios, muchas empresas y familias lo siguen haciendo con total impunidad. En la actualidad se estima que hay cerca de unos 3 millones de burakumin en Japón. Muchos de ellos cada vez mĆ”s esparcidos en las Ć”reas urbanas de todo el paĆs aunque especialmente concentrados en Hyogo, Osaka, Kyoto y Fukuoka.
En los Ćŗltimos aƱos, gracias a organizaciones como la Liga de Liberación Buraku, las condiciones de estas comunidades ha mejorado por medio de campaƱas de sensibilización en las escuelas y ayudas económicas gubernamentales. Pero el gran tabĆŗ que rodea a esta situación hace que los avances sean muy lentos. Tanto es asĆ que incluso muchos jóvenes buraku no saben que lo son hasta que sufren el rechazo de otros. En su nĆŗcleo familiar nadie se atrevĆa a hablar al respecto. Tomando en cuenta que hablamos de un paĆs desarrollado, es un problema vergonzoso para el cual no se vislumbra solución ni a corto ni a largo plazo. Paradójicamente es posible que su Ćŗnica esperanza sea que el silencio se extienda de tal forma que la palabra caiga en el olvido. Porque a diferencia de otras minorĆas discriminadas, los buraku no quieren reivindicar su condición, quieren que el resto se olvide de ella. Quieren ser japoneses como cualquier otro.
Fuentes:
Buraku Liberation League
CSIC
Wikipedia
Para Yamada, la esperanza de convertirse en un japonĆ©s normal ha terminado. Se pregunta si no deberĆa dedicarse a lo que se dedican tantos de los suyos. No es que Yamada no sea japonĆ©s: sus padres son japoneses, todos sus abuelos son japoneses, su Ć”rbol genealógico se pierde en los orĆgenes de la historia de Japón. Ese no es el problema. El problema es que cualquiera que consulte los exhaustivos registro oficiales de familias puede saber que ademĆ”s de japoneses, todos los antepasados de Yamada eran parias: eran buraku.
En una variante de esta historia, Yamada consigue el empleo y casarse con su novia. Sin embargo hay poco margen para el optimismo: su pareja y posible descendencia habrĆan sido contaminados por su condición de buraku y su rutina diaria de trabajo consistirĆa en soportar el acoso de sus compaƱeros y un sueldo miserable. En Tokyo es posible que haya quien no entienda lo que estĆ” pasando, pero esto es Osaka. TambiĆ©n podrĆa suceder en Hiroshima o en Kyoto. Es el aƱo 2014. Y esta historia lleva repitiĆ©ndose desde hace mĆ”s de 10 siglos.
Buraku. Tras una rĆ”pida bĆŗsqueda, a primera vista no parece que el tĆ©rmino lleve connotaciones negativas. Buraku (éØč½) puede ser una pequeƱa aldea o caserĆo, siendo los burakumin los habitantes de la misma. Eso son los buraku: aldeanos. Ćste es el eufemismo japonĆ©s para referirse a los parias. En realidad, el tĆ©rmino es la designación oficial que el gobierno adoptó tras la restauración Meiji en su bĆŗsqueda de una denominación neutral y exenta de discriminación. De poco ha servido. Nos toca entonces retroceder mĆ”s en el tiempo para entender mejor lo que estĆ” sucediendo. Concretamente, al siglo IV, con la llegada del budismo a Japón y su influencia en el shinto. Y es que el budismo tiene una concepción muy particular de la materia muerta: estĆ” maldita. Y todo el que tenga que ver con ella, estĆ” maldito tambiĆ©n. Y no es una maldición cualquiera, Ć©sta se transmite de generación en generación sin que uno pueda hacer nada para librarse de ella. He aquĆ el meollo del asunto: aquellos cuyos antepasados ejercĆan oficios relacionados con la muerte de personas o animales son hoy tan indeseables como lo fueron aquellos en ese entonces. La mera proximidad de un buraku es suficiente para transmitir impureza espiritual.
El sistema de castas feudal selló para siempre el destino de los buraku, a quienes se les llamaba despectivamente eta: literalmente suciedad, contaminación. La vestimenta y los oficios quedaron claramente designados, asĆ como la imposibilidad de matrimonios entre castas. No habĆa escapatoria para aquellos relegados a lo mĆ”s bajo de la escala social. Quien nacĆa eta, morĆa eta. Suyo era el monopolio de los oficios considerados sucios y degradantes, tales como la carnicerĆa, el tratamiento de pieles, la ejecución de torturas y penas de muerte o la preparación de cadĆ”veres y su entierro. Ocupaciones necesarias para la sociedad, pero necesariamente invisibles para la gente de bien. Tan invisibles que hasta sus asentamientos tenĆan que estar lo mĆ”s apartado posible, incluso aunque se tratase de lugares insalubres. Sólo existĆa una casta peor situada que la suya, los hinin, que significaba 'no persona', gente que literalmente no era considerada ni siquiera como seres humanos. SolĆa estar compuesta por criminales, exconvictos o samurais caĆdos en desgracia que habĆan elegido no suicidarse. Pero a diferencia de los eta, Ć©stos podĆan volver a ser miembros de la sociedad gracias a favores o comprĆ”ndolo con dinero.
La Restauración Meiji se propuso acabar con esto. Una vez abolido el sistema de castas, el paso siguiente fue decretar el Edicto de Abolición de las Clases Innobles. Sin embargo, lejos de mejorar la situación de los ahora llamados 'aldeanos', el decreto generó mĆŗltiples protestas entre los sectores rurales y los mĆ”s conservadores, provocando a su vez violentos ataques contra la población buraku. Muchos buraku intentaron en vano dejar atrĆ”s los oficios a los que estaban condenados. La ley habĆa cambiado, no asĆ la sociedad. Los siguientes aƱos de modernización no hicieron mĆ”s que acentuar las diferencias. Sin acceso a oficios normales ni educación -hasta hace relativamente pocos aƱos, muchas escuelas y universidades seguĆan impidiendo abiertamente el acceso a los burakumin-, los ghettos buraku se convirtieron paulatinamente en focos de desempleo y delincuencia, caldo de cultivo para el crimen organizado. Se calcula que hasta la mitad de los yakuza podrĆan ser burakumin. Esto contribuye a perpetuar los estereotipos que alentan la discriminación contra los buraku: gente ignorante, violenta y problemĆ”tica. Que la sociedad no les haya dado la oportunidad de ser otra cosa es lo de menos.
Hoy en dĆa, el tema sigue siendo controvertido y abordarlo en una sociedad tan supersticiosa como la japonesa es complejo. La mayorĆa de estudios al respecto han sido realizados por extranjeros y aunque legalmente desde 1976 no estĆ” permitida la revisión de registros familiares con fines discriminatorios, muchas empresas y familias lo siguen haciendo con total impunidad. En la actualidad se estima que hay cerca de unos 3 millones de burakumin en Japón. Muchos de ellos cada vez mĆ”s esparcidos en las Ć”reas urbanas de todo el paĆs aunque especialmente concentrados en Hyogo, Osaka, Kyoto y Fukuoka.
En los Ćŗltimos aƱos, gracias a organizaciones como la Liga de Liberación Buraku, las condiciones de estas comunidades ha mejorado por medio de campaƱas de sensibilización en las escuelas y ayudas económicas gubernamentales. Pero el gran tabĆŗ que rodea a esta situación hace que los avances sean muy lentos. Tanto es asĆ que incluso muchos jóvenes buraku no saben que lo son hasta que sufren el rechazo de otros. En su nĆŗcleo familiar nadie se atrevĆa a hablar al respecto. Tomando en cuenta que hablamos de un paĆs desarrollado, es un problema vergonzoso para el cual no se vislumbra solución ni a corto ni a largo plazo. Paradójicamente es posible que su Ćŗnica esperanza sea que el silencio se extienda de tal forma que la palabra caiga en el olvido. Porque a diferencia de otras minorĆas discriminadas, los buraku no quieren reivindicar su condición, quieren que el resto se olvide de ella. Quieren ser japoneses como cualquier otro.
Fuentes:
Buraku Liberation League
CSIC
Wikipedia
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